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lunes, 30 de agosto de 2010

—¡Otra vez ese maldito columpio! —decía Harry siempre a la misma hora.

Se asomaba a la ventana y allí estaba, balanceándose a gran velocidad, como si alguien estuviese montado en él, pero, como era de esperar, no había nadie.

El columpio estaba colgado en una de las ramas de un sauce llorón seco del jardín y todas las noches a las once y media se movía solo y producía un terrible ruido que se escuchaba fuertemente, pero ese no sería tema de queja para los vecinos, pues la casa estaba sola en el monte.

Harry llevaba viviendo allí dos meses y ningún día había bajado a parar el columpio, ni tampoco había advertido a sus padres, pero él se imaginaba que ellos también lo oirían.

Un día, harto del ruido, bajó y lo paró. De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas al ver un pequeño oso de peluche manchado de sangre seca: sus padres le habían contado que los anteriores dueños de la casa la habían tenido que venderla rápido y a bajo coste al morir el pequeño de la familia ahorcado por las cuerdas del columpio.

El columpio siguió balanceándose y sonando todas las noches a las once y media, pero Harry ya no lo escuchaba, pues en un ataque de histeria, un día, se arrancó las orejas.

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